jueves, 12 de septiembre de 2013

ULTIMO CAMBISTA DEL TREN QUE YA NO LLEGA

Mario Vega - El 1 de septiembre de 2001, a las 9.37 ingresó a Santa Rosa el último tren. El ferrocarril, que comenzó a prestar servicios el 9 de noviembre de 1897 llegaba a su final. Al parecer, definitivamente.
Sentado en el cordón del andén, junto a las vías que casi no se ven, el hombre juega con un palito en una de sus manos, mientras un perrito da vueltas a sus pies. Parece observar el infinito, como mirando sin ver... Se lo ve abrigado, con un gorro tapando su mollera, un pulóver que lo arropa y una bufanda protegiéndolo de los primeros fríos... la vista sin rumbo, o fija en un punto inaccesible, apuntando hacia ese último resplandor del sol que ya se esconde.
Es el atardecer en la ciudad. Desde un costado de la estación va llegando la noche... del otro lado los últimos reflejos despiden al sol. ¿En qué estará pensando el hombre?
Me acerco y pregunto. "Aquí estoy, esperando la jubilación...", responde escueto al principio. "Soy ferroviario de toda la vida, y voy a estar aquí hasta que me lleguen los papeles", acota.

"El coronel..."-
La escena me retrotrae a un clásico de García Márquez: "El coronel no tiene quién le escriba". En esa novela corta se relata la historia de un viejo coronel que había participado en la "Guerra de los mil días" (guerra civil en Colombia que se extendió hasta 1902), y seguía esperando la pensión que nunca llegaba.
Jorge Omar Labarrere (66) es nacido en Villa Iris, provincia de Buenos Aires, y hace 28 años está en Santa Rosa. Vive en una pequeña pieza ubicada exactamente detrás del cartel que señala que la estación es "Santa Rosa".
"La gente de Ferro Expreso me deja vivir aquí mientras me llega la jubilación", cuenta ahora.
La vida de Jorge es como la de tantos ferroviarios que, de alguna manera, fueron excluidos por ese vendaval salvaje que se desató en los '90. "Ramal que para, ramal que cierra", fue una de las frases más tristemente célebres que disparó entonces el ex presidente Carlos Menem. 

El tren que ya no viene.
Recuerdo de una manera muy particular, y puedo evocarlo perfectamente, aquella postal de la estación atestada por el gentío y el silbato del tren anunciando su llegada. ¡Si cada día pasaba por allí para cruzar desde "aquel" lado de las vías hacia el centro! Y además mi padre me mandaba a la estación a comprar el diario La Razón, que llegaba en tren poco después de mediodía. La distribuidora de Outerelo lo vendía de los paquetes que iban bajando del vagón de cargas y era como un ritual: buscar el diario y regresar despacito, leyendo, por el caminito abierto entre los tamariscos y la vegetación achaparrada.
Vi ese lugar en su esplendor: los galpones tan colmados de cereal que obligaban a levantar a su lado las estibas de bolsas. Nos asombrábamos cuando un racimo de hombres -cual hormiguitas- las iban armando. Cómo olvidar esas calles aledañas en los veranos, repletas de camiones con su preciosa carga para depositarlas en la playa del ferrocarril. Eran tiempos de esperanza, pletóricos de riqueza... 
Pero un día todo habría de cambiar. Llegó Menem y su mentira de "revolución productiva y salariazo" para dar paso a un tiempo en el que se castigaría duramente al pueblo argentino, y que destruiría el aparato productivo del país. Una historia que traería trágicas consecuencias.

Ingreso al Ferrocarril.
El padre de José tenía un nombre por lo menos extraño: Persiles se llamaba. Su mamá era Chela: "Falleció muy jovencita y casi no me acuerdo de ella", expresa. Así las cosas su papá partió a trabajar a un pueblo vecino y José quedó a cargo de su abuelo. "Con él me crié, y de chiquito repartíamos mercaderías en una chata... fue mi primer trabajo; y todavía chico después ingresé como 'lauchero' en la Junta Nacional de Granos... cosía bolsas y hacía mandados. Más tarde, con 26 años ingresé a trabajar en el ferrocarril... Han pasado 40 años". Entorna los ojos, le pega una pitada al cigarrillo y deja que la voluta de humo lo envuelva para trasladarse en el tiempo.
¿Villa Iris? "Y, era un pueblito de unos 3.000 habitantes. Con muchos chacareros, con mucha actividad... Hoy, la falta del tren lo está matando...", advierte. Con cierta pena refiere que "muchos comercios han cerrado... Casa Gutiérrez, la Cooperativa Agrícola...", completa.
"Entré en el depósito de máquinas, y de a poquito me fui haciendo ferroviario... aprendí a hacer maniobras con las locomotoras, el oficio de cambista... enganchar y desenganchar vagones. Es un trabajo de mucha responsabilidad, y tiene claro sus peligros", cuenta José.
Luego vino el traslado a Hucal. "Tres años estuve ahí. Y la pasamos ¡eh! Porque ni luz había. Como será que la pelea de Monzón con Benvenutti la vimos en un televisor blanco y negro que conectábamos a un acumulador".

A Santa Rosa.
Llegó la posibilidad de un traslado y eligió Santa Rosa. "Primero alquilé y cada tanto me iba a visitar a mi familia... mi mujer Hilda y mi hija Matilde". Hoy José es abuelo de tres pequeños a los que casi no conoce.
"Estoy esperando que me lleguen los papeles de la jubilación para poder irme a morir a mi tierra. Me jubilo y me vuelvo a Villa Iris", dice no obstante seguir aferrado de alguna manera a lo que ya no es. "La gente de Ferro Expreso Pampeano me permitió quedarme a vivir aquí en tanto se completa el trámite", dice mientras señala esa piecita pegada a la estación.
Y sigue: "Aquí tengo mis cosas, una cama, la cocina, la heladera, un pequeño televisor y mi perro... 'Colita' se llama. Y... es una compañía". Sobre la cama una guitarra, allá una bicicleta, unos pocos libros sobre un estante y la sensación de soledad que se siente en el ambiente... Por las mañanas me levanto, limpio un poco por aquí y después salgo con la bicicleta a trabajar un rato. Trato de mantener esto como puedo, pero ves... ni los rieles se dejan ver ya...".
Y es cierto, una brizna de malezas va tapando lentamente las vías. Como si perezosamente el olvido fuera cayendo sin prisa, pero sin pausas sobre un sector de la ciudad que resulta todo un ícono de la Santa Rosa que fue.

Los recuerdos.
Conozco tanto, pero tanto, ese lugar que no puedo menos que retrotraerme y evocar a aquellos que conocí y fueron ferroviarios. Que trabajaban y en muchos casos vivían ahí nomás, enfrente. Como El Ruso Castillo que todavía anda por allí, Coco Esquisatti; Pitoto Dal Santo, José Viano, El Bocha Jorge -hermano del gobernador-, y el Negro Bracamonte -hoy a cargo de lo que queda de la estación- entre tantos otros. El Negro, que llegó como telegrafista, supo vivir en una casita ubicada al norte de la estación, en la misma playa del ferrocarril. Precisamente al lado del caminito que elegíamos para cruzar de regreso al barrio en las noches oscuras, porque teníamos el miedo propio de los chicos entre esas inmensas montañas de trigo y de maíz, que se nos ocurrían propicias para la presencia de aparecidos que nunca aparecían.
José tiene a su cargo esa "casilla" y lo que va desde los baños hasta las vías -que sí se ven- en el asfalto sobre la prolongación de la calle Pico. Y lo mantiene como puede. "Corto los yuyos, trato de mantener limpio, pero no tengo casi elementos... ahora estoy pintando los baños (los que usaban los pasajeros) que son los que utilizo yo. Hago lo que puedo...", expresa.

Lo que fue y ya no es.
El resto de la estación está ocupado por oficinas de la municipalidad, y apenas un pequeño sector ubicado al otro lado -al Este- es para el ferrocarril. Allí cada día El Negro Bracamonte -también 40 años como empleado, oriundo de Realicó- cumple la rutina de abrir un rato la oficina... A veces se juntan a tomar unos mates con José y dejan lugar a los recuerdos... hablan de los compañeros que ya no están, de los que aún resisten, de los momentos más felices, cuando el tren llegaba como rutina inexcusable.
"Cuando empezaron las inundaciones en la zona de Pehuajó todo fue cambiando... el tren sólo avanzaba a escasa velocidad y llegó a tardar un día y medio desde Once... Un día, un sábado llegó por última vez", cuenta Bracamonte. Él y dos compañeros, Oscar Luque y Pedro Llanos se mueven en el lugar.
"¿Si soñamos conque vuelve el tren? Tantas veces... tantas veces... Pero ya no será, nos parece".
Y todo indica que no. O que no lo veremos. José sigue esperando, como el Coronel de García Márquez. "la jubilación para irme a morir a mi tierra. Ya vendrá", se esperanza y se queda mirando allá a lo lejos.

Afilador, mientras llega la jubilación.
Jorge Labarrabere dice que en sus tiempos mozos fue futbolista. "Un Messi...", define su forma de moverse en la cancha. "Una vez le hice un gol de tiro libre al Loco Galant... era el All Boys de Facio y todos los monstruos. Al final nos ganaron 3 a 1", rememora. Jorge jugaba en Rampla Juniors, y menciona que alguna vez enfrentó al hoy diputado Darío Hernández que jugaba en Villa: "Alguna patada me pegó... porque era zaguero, 'leñero' y muy fuerte. Pero leal...", reconoce. "No es por agrandarme pero yo jugaba muy bien", reflexiona.
También jugó "un poco a las bochas, pero era malo... la última vez que tiré un bochazo le pegué a un perro que estaba fuera de la cancha", ríe con ganas.
¿Qué hace hoy? "Me levanto, limpio un poco y salgo a trabajar". Muestra un chifle y silba una melodía conocida... sí, es la típica que utilizan los afiladores para llamar la atención. "Me dedico a eso y tengo clientes fijos y otros que se suman. Cada cuchillo o tijera son 8 pesos, y me las rebusco. Aparte con lo que me pagaron de indemnización, para no gastarlo todo construí una casita en Zona Norte... el día que me jubile la vendo y me voy a mis pagos. Pasó que cuando quise comprar dólares la AFIP no me autorizó, así que lo puse en ladrillos".
Dice que sale "por el barrio, visito algún amigo, como Osvaldo Bustos, el zapatero, que era boxeador, y alguno más. ¿Si toco la guitarra? Un poquito de folklore, pero solamente para entretenerme".
El resto del día lo pasa en el lugar que fue el centro de su vida, entre los rieles que hoy casi no se ven, jugando con el perrito y esperando... la jubilación.

La pica entre Hucal y Perú.
Es una de las tantas historias pueblerinas. Jorge cuenta una anécdota de un momento que lo asustó bastante. "Resulta que en Hucal éramos seis personas en total, entre los del ferrocarril y un policía; y en Perú eran siete, y había cierta pica por eso. Pero el encargado de Policía de Perú y el jefe del ferrocarril de Hucal se llevaban mal, no se querían. Un día que el ferroviario estaba afilando una enorme cuchilla un compañero le preguntó por qué tanto esmero... en eso apareció el jefe policial y el hombre respondió serio: "Hoy empata Hucal...". Por suerte resultó nada más una broma ¿o no?

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